Aquellos eran unos padres que gustaban de los nombres rebuscados para sus hijas. Tuvieron tres hijas, y su afición por buscar nombres difíciles sólo se agravó con el paso del tiempo
Hace ya unos veinte años que no los he visto. Primero porque ellos abandonaron la ciudad. después porque yo mismo abandoné la ciudad.
El paso de ya tantos años y mi malísima memoria para los nombres son sólo dos razones para que a esta fecha sólo recuerde el nombre de la hija mayor. Pero éste texto trata sobre la segunda hija.
Ahora se me mezclan las ideas. Empezaré otra vez con el relato, dando por hecho que los puntos más importantes del mismo ya están medio contados hasta aquí.
Cuando tenía entre quince y diecisiete años de edad, llegó a mi pueblo a vivir una familia procedente de Guadalajara. La familia estaba compuesta por los padres y sus tres hijas. La mayor tenía trece o catorce años, la segunda diez - o algo así - y la más pequeña todavía vivía pegada a la falda de su madre. Para mí, que ya portaba unos cuantos pelillos invisibles a modo de bigotazo, la presencia de esas tres niñas no significó casi nada. Fué hasta unos meses después, cuando Román se puso de novio - o algo así - de la niña más grande, que nuestro grupo tomó un poco más en cuenta a las Velázquez*.
* Nota del que escribe: aunque este espacio casi no es visitado por nadie, y la probabilidad de que las personas mencionadas en el relato lean el mismo es casi nula, cambiaremos el apellido de los involucrados. Aparte así le damos a la historia un carácter más misterioso, ingrediente con el cual alguno se irá a dormir - tal vez - pensando acerca del verdadero nombre de las féminas mencionadas.
Con la inclusión forzada, por llamarle de alguna manera, de la novia de Román en el grupo, supimos entonces que el padre de las Velázquez trabajaba para una empresa que lo mandaba a diferentes partes de la república. Tenía algo que ver con la agricultura y vivía en diferentes lugares a cuota semanal, es decir, el lunes tenía que presentarse a trabajar en un lugar dado, y se quedaba hasta el viernes. Con su familia estaba parte del sábado y el domingo. La mamá era una ama de casa que se pasaba el tiempo entre los quehaceres domésticos, la educación de las hijas y un pequeño negocio que instaló en la cochera de su casa donde vendía dulces o artículos para bordar, o algo parecido.
Un día me enteré que el señor Velázquez se había ido a los Estados Unidos. Las visitas semanales a su familia ya no fueron posibles. La señora envejeció rapidísimo. O así me lo pareció a mí. Un día, de repente, la vi llena de canas y encorvada como si le hubieran puesto quince años a cuestas. Todavía un poco, y su esposo se la llevó a vivir con él. Pero la primera que se fue a los Estados Unidos fue la hija de en medio. Siempre fue así: no le gustaba estar detrás ni de sus papás ni de su hermana mayor.
En días como hoy recuerdo lo que se contaba de ella. No sé si sería cierto, o exagerado, o si la historia fue creada a partir de la envidia que pudieran haberle tenido aquellos que se encargaron de difundir el relato. Lo que se contaba es que N - sólo recuerdo la primera letra de su nombre - tuvo que ir al dentista porque tenía una muela picada. Yo quiero imaginarme que de acuerdo a su carácter pionero y acelerado, la visita al dentista en un entorno desconocido suponía una cierta aventura, un riesgo, y a N le gustaba precisamente ser la primera en situaciones como esas. Se presentó a su cita como toda una pirata que va al ataque. el doctor hizo su trabajo. Los dolores también. Cuando N salió del consultorio dental, toda cachetes, con sangre en los dientes y en las manos, sólo atinó a decir con voz quebrada y ojos llorosos "quiero a mi mamá!".
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